Sergio Ramírez: Enciclopedia de Literatura Nicaraguense
Antecedentes
Raíces del mestizaje
La cultura contemporánea de Nicaragua es, como toda la cultura latinoamericana de hoy, producto de un mestizaje en el que participan diversos elementos; vale decir, de la fusión de vertientes culturales que se arraigan en el mundo indígena náhuatl, maya, chorotega, conforme las corrientes migratorias que bajaron del norte desde México; y rama-chibcha, sumo y mísquito, conforme las que bajaron del sur. En este sentido, por su posición geográfica, situada en el ombligo mismo de América, Nicaragua ha sido desde la remotidad de los tiempos una tierra de confluencias, tanto humanas como ecológicas. Aquí confluyeron razas aborígenes, y también la flora y la fauna del continente.
Nuestra mestizaje se nutre luego de aportes europeos, especialmente el español peninsular al producirse la conquista, cuyo aporte más trascendental es la lengua castellana. Pero este mestizaje tiene, además, la particularidad de un doble signo: uno predominantemente indígena y español hacia la costa del océano Pacífico, y otro predominantemente indígena, negro y británico, hacia la costa del Caribe, cuyo aporte más visible es el inglés como lengua. Sin embargo, el elemento negro está presente en ambas culturas mestizas.
Las artes y las letras de Nicaragua, por lo tanto, no son ajenas a la condición esencial de este mestizaje múltiple, que se refleja en nuestra propia identidad cultural. La arquitectura, la pintura, la escultura, los textiles, la cerámica, las costumbres y usos culturales, el habla diaria, y la literatura oral y escrita, revelan la confluencia de todos esos aportes, que se presentan entreverados, y de su misma mezcla nace la hermosa riqueza de nuestra cultura.
Poco queda y poco se sabe de la literatura indígena. Los códices precolombinos, los primeros o más remotos libros hechos sobre tiras de cuero de venado, “tan largas como diez o doce pasos y tan anchas como una mano”, según el cronista, que eran una suerte de plegables, fueron destruidos y quemados por Fray Francisco de Bobadilla, en una plaza pública de lo que hoy se conoce como el antiguo casco urbano de Managua, y su pictografía, que fue la primera forma de escritura, ha quedado, por tanto, perdida también desde la segunda década del 1500.
No obstante, suele afirmarse que el vestigio literario más antiguo se debe a los nicaragua, tribu náhualt coetánea de los chorotegas, y que consiste en un himno religioso al sol. Gracias a hallazgos producidos en los siglos XIX y XX, se conocen algunos pocos poemas de los indios subtiavas. Y en lo que respecta al Caribe, han sobrevivido poemas sumos, canciones miskitas, un canto caribe y un texto rama, lengua esta última, por desgracia, en franco proceso de extinción. Hay también hermosos ejemplos de cuentos maygnas (o sumos) y miskitos, conservados en la tradición oral y recogidos por investigadores.
Los cronistas de Indias
Los cronistas españoles que acompañaron a los conquistadores, o que protagonizaron ellos mismos hazañas de conquista, nos dejaran las primeras noticias sobre el territorio nicaragüense, y un testimonio de las impresiones que les produjo esta pequeña parte del Orbe Novo, avistada por Cristóbal Colón en su cuarto y último viaje en 1502. Las crónicas españolas constituyen fuentes indiscutibles de nuestra antropología, de la historia, y de nuestra literatura, sobre todo porque su lenguaje descriptivo, hermoso en sus precisiones sobre el mundo nuevo que el ojo de los cronistas va descubriendo, es fruto del asombro ante la maravilla de lo desconocido.
La crónica de mayor antigüedad sobre Nicaragua la hallamos en el libro Décadas del Nuevo Mundo, de Pedro Mártir de Anglería, escrito en latín entre 1494 y 1526, en los albores de la conquista, y donde se refiere a la expedición de Gil González Dávila; y, entre otras cosas, a las plazas y la orfebrería, y el sacrificio de víctimas humanas por los aborígenes.
No menos importante es también la Historia General y Natural de las Indias, del capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, “primer cronista del Nuevo Mundo”, aparecida en 1526, donde encontramos un inventario sin precedentes sobre nuestra naturaleza, pájaros, frutos, árboles; y noticias hoy preciosas sobre los pobladores aborígenes, sus costumbres y sus formas de organización social. Entre otros muchos, también hace referencia a nuestro país Fray Bartolomé de las Casas, principalmente en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, del año 1552.
Los bucaneros y corsarios
Documentos de gran valía son también los relatos y crónicas de los corsos y piratas ingleses, franceses y holandeses que tuvieron por teatro de sus correrías la costa del Caribe, y en ocasiones lograron penetrar hasta Granada, el puerto más importante, en el Gran Lago de Nicaragua; los poblados de Las Segovias, remontando los ríos; y el puerto del Realejo y la ciudad de León, en el Pacífico.
La geografía de Nicaragua, abierta tanto al océano Pacífico como al mar Caribe, y en este último teatro, a la lucha entre la corona española y la corona inglesa por su dominio, crea una dualidad de vivencias, de las que no podemos separar las aventuras de estos corsarios, que dejaron testimonio de sus aventuras en libros cargados de valor literario. Los más importantes de entre ellos son Piratas de América de John Esquemeling, cirujano de la expedición de Henry Morgan para la toma de Portobelo en 1668, publicado en Holanda en 1678, y que contiene valiosas referencias sobre Nicaragua; y Un nuevo viaje alrededor del mundo de William Dampier, aparecido en Londres en 1697, y que habría de influenciar a Jonathan Swift, autor de Los viajes de Gulliver (1726), y a Daniel Defoe, autor de Robinson Crusoe (1719); en efecto, la historia del náufrago solitario, abandonado en una isla desierta, está contenida en el capítulo VI de la obra, que habla “del mískito (nicaragüense) que vivió solo durante más de tres años en la isla de Juan Fernández, su habilidad y astucia”.
La literatura oral del mundo rural
A lo largo del período colonial, nuestra literatura es fundamentalmente anónima y oral, fruto de la hacienda ganadera que convoca a los peones alrededor de las fogatas. Es en ese espacio de comunicación se difundirán y mutarán, bordoneados en las guitarras, los romances llegados de España, que todavía sobreviven, y allí mismo nacerá nuestra narrativa híbrida, que se transmitirá en delante de generación en generación, y de boca en boca. De parecida manera, los cuentos del Caribe que han llegado hasta nosotros, se inventan en las pequeñas aldeas de pescadores indígenas juntos a los ríos, con una carga muchas veces religiosa, de tributo a la naturaleza deificada.
Esta tradición oral se vuelve, así, la mejor expresión de nuestro mestizaje cultural, y de allí nacen las leyendas, las consejas, los cuentos de camino (como el del Tío Coyote y el tío Conejo), donde los animales pasan a encarnar la condición humana, con todas sus trampas, astucias y debilidades; las que se refieren a deidades de origen claramente indígena (la Cegua, mujer encantada que atrae a la perdición a los hombres descarriados; el Cadejo, un perro mítico de doble naturaleza: el Cadejo negro, que persigue a los transgresores nocturnos; y el Cadejo blanco, que ampara en los caminos a los bien portados). Surgen también en los ambientes de las ciudades coloniales las historias de aparecidos incubadas en los ambientes nocturnos, que se prestan para el temor, el que a su vez despierta la imaginación (frailes sin cabeza, jinetes fantasmas, como en el caso de Arrechavala, muy popular en la ciudad de León).
La poesía de la época colonial es también anónima, y se expresa en dos vertientes: una popular, que tiene un claro origen español y que se expresa en los romances, ya mencionados, escritos para cantarse, y que cuentan historias de amor desgraciados; la otra es culta, escrita por frailes y letrados, y su ánimo es más que nada religioso, de alabanza a Dios y comunicación espiritual con la divinidad, (cantos y loas a la Virgen María, novenas y trisagios). Dentro de este género culto debemos situar también las piezas de teatro destinadas a representarse en los portales de las iglesias y en las plazas (logas al Niño Dios, pastorelas), también bajo inspiración religiosa.
El Güegüense, síntesis del mestizaje
Pero nuestra literatura mestiza de la colonia tiene su más acabada expresión en El Güegüense o Macho Ratón, comedia bailete, de procedencia anónima, escrita a mediados del siglo XVII en una mezcla de español y náhuatl. Recogida por el investigador alemán Carl Hermann Berendt en Masaya en 1874, quien la copió de los papeles conservados por el doctor Juan Eligio de la Rocha, fue difundida en 1883 por el estadounidense Daniel G. Brinton.
Esta “comedia maestra”, como la calificó José Martí, se solía representar durante las fiestas patronales en las calles de Nandaime, Masaya, Catarina, Niquinohomo, Masatepe y Diriamba, los pueblos de la meseta, por actores populares enmascarados y vestidos con los trajes de vistoso colorido que corresponden a los personajes de la obra, una tradición ya perdida.
Mucho se ha escrito sobre El Güegüense, relacionando a sus personajes con la esencia del ser nicaragüense, principalmente el propio Güegüense, el anciano comerciante, matrero y enredador, que se finge sordo frente a la autoridad encarnada por el Gobernador Tastuanes, y trata de confundir también al Alguacil Mayor, para burlarlo y no pagar los impuestos a la corona; un papel de burla y enredo en que la ayudan sus don Forsico, su hijo, y don Ambrosio, su hijastro.
El ingenio y la picardía, expresados en frases de doble sentido, vienen a ser una forma de resistencia embozada frente al poder y la burocracia. Como señala Jorge Eduardo Arellano, El Güegüense “funde el teatro y la danza, la denuncia social y el elemento lírico, el lenguaje formalista y el procaz, la resignación y el insulto, la conciencia rebelde y el pacto cómplice; asimismo, logra a la perfección al protagonista, producto del ser esencialmente mestizo”.
El Güegüense, es una obra plena de valores literarios y lingüísticos. Pero desgraciadamente no fue capaz de generar una tradición teatral en el país; y el teatro sigue siendo hasta hoy el más débil y esporádico de nuestros géneros literarios.
Del período colonial son también los informes y escritos burocráticos que se alejan de cualquier género creativo; salvo la mención que debemos hacer de la crónica de la visita pastoral del Obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz, de mediados del siglo XVIII, donde hace una extensiva relación de los poblados nicaragüenses, con minuciosidad y gracia.
Los viajeros
Los albores de la época republicana son precarios. A diferencia de Guatemala, donde surgió una literatura ligada a las ideas liberales que animaron la independencia de Centroamérica, proclamada en 1821, y representada principalmente por el narrador José de Irrisari y el poeta José Batres Montúfar, en Nicaragua la primera mitad del siglo XIX es muy pobre en creaciones individuales. Fue un período en que las luchas fratricidas consumieron al país, y no hubo ningún sustento a la estabilidad, al grado que se le conoce como “la época de la anarquía”.
En este punto vale la pena mencionar, sin embargo, a los diplomáticos, arqueólogos y naturalistas extranjeros que viajaron a Nicaragua en diferentes épocas del siglo XIX y escribieron libros sobre sus experiencias, dejando uno testimonio muy vivo de nuestra geografía, de los acontecimientos históricos que les tocó testificar, y de nuestra cultura y costumbres.
Pero para hablar de los viajeros, debemos remontarnos atrás, y mencionar como precursor el libro Nueva relación que contiene los viajes de Tomás Gage en la Nueva España, aparecido en Inglaterra en 1648. Su autor, el fraile irlandés Tomás Gage, un aventurero en cuyo relato es imposible distinguir la fantasía de la realidad, llama allí a Nicaragua “el paraíso de Mahoma”, asombrado ante la exuberancia de la naturaleza.
Los más importantes de entre los viajeros del siglo XIX son Orlando W. Roberts, con su Narración de los viajes y excursiones en la costa oriental y el interior de Centroamérica, publicado en Edimburgo en 1827; Ephraim George Squier, enviado diplomático de los Estados Unidos quien escribió Nicaragua, sus gentes y paisajes, publicado en Londres en 1852, y traducido admirablemente al castellano nicaragüense por Luciano Cuadra; Julius Fröbel, autor de Siete años de viaje por Centroamérica…publicado en Londres en 1859; Pablo Levy, autor de Notas geográficas y económicas sobre la República de Nicaragua, publicado en Francia en 1871; Thomas Belt, autor de El naturalista en Nicaragua, aparecido en Londres en 1874; y Carl Bovallius, quien escribió Viaje por Centroamérica (1881-1883), publicado en Suecia.
LA POESIA
El fenómeno capital de Rubén Darío
Nicaragua es durante el siglo XIX un país de muy escasa población, la mayor parte de ella analfabeta, y todavía en espera de la modernización económica que las revoluciones liberales habían venido prometiendo en el continente americano desde las luchas de independencia. Y aún a pesar de nuestra marginalidad, y la muy escasa tradición cultural, habrá de ocurrir aquí el suceso de mayor relevancia en la historia literaria del continente, y que conmoverá luego los cimientos de la poesía de habla española: el nacimiento del poeta Rubén Darío en una pequeña aldea rural del departamento de Matagalpa en el año de 1867.
Darío (bautizado como Félix Rubén García Sarmiento), vivió su infancia y adolescencia en la ciudad de León, que era entonces el centro cultural y académico más importante de Nicaragua, sede episcopal y sede universitaria; allí sería conocido como “el poeta niño”, por su asombrosa facilidad de escribir versos rimados, y su fama alcanzaría pronto a toda Centroamérica.
Su primera salida fuera de las fronteras la hizo a El Salvador, en busca de horizontes diferentes; pero en 1886 emprendió su viaje decisivo a Chile, donde publicó Azul en 1888, un libro compuesto de poesías y cuentos que marca el nacimiento del modernismo, y que fue elogiado por Don Juan Valera desde Madrid, en sus Cartas Americanas. En Santiago de Chile haría también sus primeras armas de periodista, un oficio que ejerció con gran éxito toda su vida; desde entonces, comienza a escribir para el diario La Nación de Buenos Aires, fundado por Bartolomé Mitre.
En 1892 viajó por primera vez a España, como parte de la delegación oficial de Nicaragua a las fiestas del cuarto centenario del descubrimiento de América, y se relacionó con los intelectuales consagrados de la época: el propio Valera, doña Emilia Pardo Bazán, Castelar, Núñez de Arce, Campoamor; y el año siguiente recibió el nombramiento de Cónsul de Colombia en Argentina, país al que viajó por la vía de Nueva York, donde se encontró con José Martí, y París, donde conoció a Verlaine.
La vida sentimental de Darío fue muy trágica. Antes de su viaje a Argentina habría de ocurrir, en el trance de dar a luz, la muerte de su joven esposa Rafaela Contreras, con quien se había casado durante su segunda estancia en El Salvador; y el hijo nacido de ese parto fatal, Rubén Darío Contreras, vivió siempre lejos de él. Al enviudar, fue forzado a contraer matrimonio en Managua con Rosario Murillo, un episodio del que siempre conservó dolorosos recuerdos.
En Buenos Aires habría de vivir hasta el año de 1898. Aquella fue una época clave para su obra literaria, reconocido ya en los cenáculos literarios, y mientras su fama se hacía cada vez más creciente en el extranjero. Ese año de 1898 parte para España, comisionado por La Nación para escribir una serie de reportajes sobre las consecuencias de la derrota española en la guerra contra Estados Unidos por la posesión de Cuba; artículos que reunirá más tarde en su libro España Contemporánea (1901).
Es durante este viaje que conocerá a los poetas de “la generación del 98”: Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno, los hermanos Manuel y Antonio Machado, Juan de Dios Peza, Azorín, a quienes habrá de capitanear en el movimiento modernista. Este movimiento, que rompe el anquilosamiento de la lengua castellana y le insufla un nuevo aliento renovador, contó también seguidores del otro lado del Atlántico: Amado Nervo, Gutiérrez Nájera, Leopoldo Lugones, Rafael Arévalo Martínez, Barba Jacob, José Santos Chocano.
Es también entonces cuando conoció en Madrid a la mujer que lo acompañaría ya toda su vida, la campesina Francisca Sánchez, (“la princesa Paca”, como solía llamarla Juan Ramón Jiménez), originaria de la aldea de Navalsauz, en la sierra de Gredos. El mismo le enseñaría a leer y escribir, y al hijo de ambos, Rubén Darío Sánchez, lo declaró su heredero universal.
En 1899, encontrándose aún en Madrid, el mismo diario La Nación lo envió a cubrir la Exposición Universal de París, y así habrá quedarse en Francia por una larga época, un período decisivo también en su producción literaria; el gobierno de Nicaragua lo designó entonces Cónsul en esa ciudad. En 1905, apareció en España su libro de poemas más trascendental, Cantos de vida y Esperanza.
A finales del año de 1906 regresó de manera triunfal a Nicaragua. Fue recibido como un héroe en León, Managua y Masaya, entre grandes demostraciones populares que arrastraron al país entero; y al volver a Europa en 1907, presentó cartas credenciales ante el Rey Alfonso XIII como Embajador ante la Corte de Madrid, nombrado por el régimen liberal del General José Santos Zelaya. Difícilmente pudo ejercer este cargo, pues desde Managua le escatimaban los sueldos, y terminó cerrando la embajada para volver, lleno de deudas, a París.
En 1907 se publicó en España otro de sus libros claves, El canto errante, y el año siguiente El viaje a Nicaragua e Intermezzo Tropical; en 1910, también en Madrid, apareció El poema del otoño y otros poemas.
A finales de 1914 dejó para siempre Europa, rumbo a Nueva York, cuando empezaban a soplar ya los vientos de las Primera Guerra Mundial, recién publicado en Barcelona su Canto a la Argentina y otros poemas. Después de una estancia de pocos meses en Nueva York, donde se suponía iba a iniciar una gira continental para predicar a favor de la paz, cansado y enfermo recaló primero en Guatemala, por invitación del dictador Manuel Estrada Cabrera, y a finales de 1915 regresó a Nicaragua, el año en que aparecía, también en Barcelona su autobiografía La vida de Rubén Darío escrita por él mismo.
Murió en León el 6 de febrero de 1916. Sus funerales, que duraron una semana, resultaron apoteósicos, y fue enterrado con honores de Príncipe de la Iglesia en la Catedral Metropolitana, la misma en que había sido bautizado.
La historia de la literatura en lengua española debe de contarse antes de Darío y después de él. Desde América, le tocó descubrir, casi simultáneamente, el romanticismo, el parnasianismo y el simbolismo. Supo de todas las escuelas, de todos los poetas, de pintores y de músicos, de Grecia, de Roma, de Chibcha y Palenque, de la ciencia moderna y antigua, y todo lo que creó, como lo advertía en su tiempo Juan Valera, es „bronce corintio“ y es „mármol de Jonia“. Por la magnitud de su creación y de su arte, por sus innovaciones en la métrica y el estilo, Darío dio nombre a toda una época en la lírica del idioma, el modernismo.
Ninguno de los poetas modernistas de América y España, seguidores suyos, puede explicarse sin su influencia. Así como tampoco hubieran sido posibles después Federico García Lorca y Rafael Alberti, o César Vallejo y Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Octavio Paz.
En Nicaragua, Rubén Darío no sólo tiene una significación literaria, sino que encarna la identidad cultural de la nación. El hecho de que un país pobre, desde la oscuridad del siglo XIX haya sido capaz de dar un genio universal de su calibre, representa una síntesis, y a la vez un impulso permanente que habrá de marcar a Nicaragua como entidad nacional.
Por otra parte, Darío funda nuestra literatura, y siendo él moderno, le abre las puertas de la modernidad a esa literatura, que no se quedó estática en la escuela modernista que él mismo fundó, y que ganó en su tiempo muchos adeptos de todo tamaño; por el contrario, su impulso creador fue capaz de engendrar un proceso dinámico que ha dado una generación tras otra de escritores, sobre todo en la poesía, la vertiente más poderosa abierta por Darío en su propia tierra natal, como se verá más adelante.
En este ámbito propiamente tal del modernismo, Nicaragua contará con poetas menores en apariencia que, de haber tenido una verdadera y oportuna difusión, habrían logrado una mayor proyección en América y serían justamente valorados; tal es el caso de Román Mayorga Rivas (1861-1925), anterior realmente a Darío, y quien vivió y escribió en El Salvador; Santiago Argüello (1971-1940), a quien se vio en su época como el sucesor más probable de Darío en Nicaragua, y hoy prácticamente olvidado; Lino Argüello (1887-1937) un poeta bohemio, de creaciones muy populares, romántico y neosimbolista, el poeta de las novias muertas y los amores platónicos exacerbados; todos los anteriores leoneses. Y el provinciano e intenso Ramón Sáenz Morales (1891-1927), nacido en Managua, cuyos acuarelas de la vida rural conservan fresco su encanto; o el epigramático Rafael Montiel (1887-1973), nacido en Masaya.
Los postmodernistas
Tres poetas nacidos en la ciudad de León —conocidos como los tres grandes— apuntalan de manera vigorosa el proceso cultural orgánico que surge con Rubén Darío: Azarías H. Pallais (1885-1954); Alfonso Cortés (1893-1969) y Salomón de la Selva (1893-1958).
Azarías H. Pallais —el padre Pallais— hizo sus estudios de sacerdocio en Bélgica y en Italia, y solía firmar todos sus poemas “en Brujas de Flandes”. Aparece en los funerales mismos de Rubén Darío pronunciando un discurso magistral que rompía ya con los moldes retóricos. Fue un sacerdote contestario que hizo verdadera profesión de fe por los pobres; rebelde a las jerarquías, y a toda clase de poder, llevó siempre con orgullo su sotana raída, ya fuera como Director del Instituto Nacional de Occidente en León, o como cura párroco del puerto de Corinto, siempre en comunión con la gente pequeña, prostitutas, rateros, borrachines. Al firmar sus poemas “en Brujas de Flandes”, agregaba: “y no pertenece, gracias a Dios, a la Sociedad de Escritores y Artistas Americanos”, repitiendo el dictum de Rubén en su Letanía de Nuestro Señor Don Quijote: “de las epidemias de horribles blasfemias de las Academias, líbranos Señor”.
De este afán de libertad y rebeldía frente al mundo surge también su poesía, que es contestaria de las formas tradicionales, y busca cauces nuevos y experimentales, cantando a las pequeñas cosas, como San Francisco de Asís, con acentos copiados de la propia naturaleza. Sus libros de poesía fueron: A la sombra del agua (1917); Espumas y estrellas (1918); Bello tono menor (1928); Caminos (1931), y Piraterías (1951); y en prosa, El libro de las palabras evangelizadas (1968).
Alfonso Cortés fue víctima de la locura desde la edad de treinta años. Ernesto Cardenal, quien pasó parte de su infancia en León, habría de recordarlo encadenado a la ventana de rejas de la misma casa donde había vivido Darío. Pasó buena parte de su vida en la reclusión de asilos mentales en San José, Costa Rica, y en Managua. Un poeta de honda sustancia metafísica, creó un universo irrepetible, en el que las preguntas sobre la existencia y la muerte, el tiempo y el espacio, tienen una resonancia sideral, como en sus poemas La canción de los astros, y Un detalle (bautizado por José Coronel Urtecho como Ventana).
Como Rimbaud y Lautréamont, su poesía surge de las entrañas del subconsciente, de donde brotan el sueño, el mito, la clarividencia, la alucinación y la locura. Su producción poética fue muy abundante, pero desigual, y sus mejores poemas corresponden a la época de su juventud, cuando entraba ya en el territorio de la alienación mental. Sus poemas más trascendentales fueron reunidos por Ernesto Cardenal en el libro 3O poemas de Alfonso, publicado en Managua en 1952.
Salomón de la Selva marchó a los trece años a los Estados Unidos, con una beca del gobierno del General Zelaya, y fue alumno del prestigioso Williams College, y de la no menos prestigiosa Universidad de Cornell, la misma a la que varias décadas después llegaría Vladimir Nabokov como profesor visitante; allí, según su propio decir, Salomón encontró el mejor de los tesoros para su formación en su vetusta biblioteca. Se formó, por lo tanto, como un poeta de dos culturas y de dos lenguas; figuró entre los colaboradores principales de la legendaria revista Poetry de Chicago, y tuvo estrecha amistad con los escritores norteamericanos contemporáneos suyos, entre ellos Edna St.Vincent Millay, y Stephen Vincent Benet.
Pero también entonces alternó en los círculos socialistas de Nueva York, enamorado de las luchas obreras, convencido de que “al arte era preciso llevar la vida misma con toda su crueldad y su rudeza”. Eran también los tiempos en que Nicaragua se encontraba intervenida militarmente por los Estados Unidos, y su voz habría de alzarse no pocas veces contra el ultraje a nuestra soberanía.
Escribió en inglés los poemas de su primer libro Tropical Town and other poems, publicado en Nueva York en 1918, que es un canto de nostalgia por su tierra natal; y en español el segundo, El Soldado Desconocido, aparecido en México en 1922 con portada de Diego Rivera; este libro, uno de los más bellos de la obra de Salomón, recoge sus experiencias como soldado en Europa durante la I Guerra Mundial, en la que habría de combatir “bajo la bandera del rey don Jorge V; enseña que fue de la madre de mi padre”; ya que Salomón se sentía un mestizo de tres sangres, como canta en ese libro: que un día/ se estremeció mi barro de antigua bizarría/ hispana, inglesa e india, mis tres sangres…
Salomón es el iniciador de la poesía vanguardista en Mesoamérica y el Caribe. Desde los fundamentos de la herencia modernista, volverá siempre a los temas paganos, fiel a las seducciones del mundo grecorromano, a los cuales mezclará los temas indígenas americanos; y para semejante empresa fundadora habría de ser clave su formación literaria sajona.
Vivió años importantes de su carrera literaria en México, y también en Europa, habiendo muerto en París. E igual que Darío, y que Alfonso Cortés, está enterrado en la Catedral de León, un panteón ilustre del que sólo falta el Padre Pallais, que reposa en Corinto. Fuera de los libros de poemas ya mencionados, otros importantes suyos son: Evocación de Horacio (1949); La ilustre familia (1954); Canto a la independencia nacional de México (1955); Evocación de Píndaro (1957); y Acolmixtli y Nezahuatlcóyotl (1958).
El movimiento de Vanguardia
Hacia 1931, con el llamado Movimiento de Vanguardia, comienza a gestarse en la ciudad de Granada la renovación literaria en Nicaragua, fenómeno que ocurre en los años de la segunda intervención norteamericana, que fueron también los de la lucha por la soberanía nacional emprendida por el General Augusto C. Sandino en las montañas de Las Segovias (1927-1932). De esta manera, el eje de la literatura nacional se desplazaría de León a Granada.
El capitán de este movimiento fue José Coronel Urtecho (1906-1994), quien al regresar de los Estados Unidos, a la edad de 21 años, trajo consigo todo el bagaje de la poesía moderna de los Estados Unidos, una influencia y una marca que habría de permear desde entonces no sólo a la generación de Vanguardia, sino también a toda los poetas nicaragüenses de generaciones sucesivas; la Antología de la poesía norteamericana (Madrid, 1949) que de manera conjunta tradujo con Ernesto Cardenal, viene a ser prueba de ese aporte. Y al mismo tiempo, al volver de Francia para esa misma época Luis Alberto Cabrales (1901-1974), otro de los fundadores del movimiento, la poesía francesa de vanguardia que él importó, completaría una doble influencia decisiva.
Además de los dos poetas antes mencionados, los miembros más destacados del Grupo de Vanguardia, que solían reunirse en la torre de la Iglesia de la Merced, son Pablo Antonio Cuadra (1912); Joaquín Pasos (1914-1947); y además, Octavio Rocha (1910-1986); Alberto Ordóñez Argüello (1913-1991); Luis Downing Urtecho (1913-1983), y el caricaturista y grabador Joaquín Zavala Urtecho (1911-1971), más tarde fundador de la Revista Conservadora, una institución en sí misma para la cultura nacional. Junto con ellos aparece Manolo Cuadra (1907-1957).
Los jóvenes vanguardistas empiezan por romper lanzas no sólo contra la herencia modernista de Darío, que para entonces ha pasado a ser parte de una cultura nacional adocenada y mediocre, sino también contra los valores y los estilos de vida de la burguesía formada por finqueros y comerciantes, y contra su estulticia, su mal gusto e ignorancia cultural, tal como puede verse en La Chinfonía Burguesa, un juguete teatral escrito al alimón entre Coronel Urtecho y Joaquín Pasos, que es una especie de manifiesto artístico del grupo de Vanguardia.
De este modo, los vanguardistas comienzan por ensañarse en su propia clase social y en sus mismos familiares, ya que los más notables de entre ellos pertenecen a la aristocrática burguesía granadina. Pero al mismo tiempo que a través de sus manifiestos y poemas despliegan sus posiciones contestatarias antiburguesas, también reclaman una cultura nacional, que sea tanto vernácula como universal; un reclamo que termina buscando el regreso a la tradición patriarcal incontaminada de gustos burgueses e influencias extranjeras impuestas, como la que representa la intervención militar.
Este reclamo por lo propio, y por lo tradicional, que busca el regreso a las raíces, se extiende al habla popular, la artesanía, la música, la historia, la moda y los modos de vida, y aún la política. De este nacionalismo exacerbado, que tiene además un sedimento muy católico, los vanguardistas pasarían después a un falangismo inspirado en Primo de Rivera, y a reclamar un líder perpetuo que pueda traer estabilidad a largo plazo a Nicaragua. Este salvador, celebrado por ellos, no sería otro que Anastasio Somoza García, el fundador de la dinastía.
Más allá de sus posiciones políticas, que más tarde o más temprano terminarían por abandonar, o por variar, los escritores de la generación de Vanguardia se cuentan entre los más brillantes de la historia cultural de Nicaragua, y su impulso de ruptura fue decisivo para dar impulso a la modernidad literaria.
José Coronel Urtecho, poeta, narrador, ensayista, historiador, y conversador ingenioso e inagotable, fue un escritor de dedicación y vocación absoluta, y de magisterio permanente para sucesivas generaciones de escritores nicaragüenses; siempre prefirió su retiro del río San Juan, su verdadero habitat en la frontera entre Nicaragua y Costa Rica, donde murió y está enterrado al lado de su esposa, María Kautz, que es en mucho sentidos un personaje de nuestra literatura.
Su poesía, que no desprecia los parámetros clásicos, busca en otros momentos romperlos, y desde la perfección del soneto va hacia los poemas descriptivos —hacia lo que el mismo bautizó como “exteriorismo”— poemas que toman la forma de cartas, o crónicas, o relatos, como el inolvidable Pequeña biografía de mi mujer.
Sus poemas fueron reunidos por primera vez en un libro en 1970 bajo el título de Pol-la d´ananta katanta paranta (un verso de Homero que en parte significa: y por muchas subidas y caídas, vueltas y revueltas dan con las casas). Su otro libro de poesía es Paneles del Infierno (1980), en celebración de la revolución sandinista.
Luis Alberto Cabrales, uno de los vanguardistas que no pertenecía a las encumbradas familias granadinas, pues nació en Chinandega, ejerció como crítico literario, ensayista, pedagogo, periodista, y duro polemista, permaneció atrincherado siempre en su ideología de extrema derecha, (admirador de Charles Maurrás desde sus años en Francia); una ideología que, como en el caso de Jorge Luis Borges, no dejaba de servirle como un arma de provocación.
Su obra poética es muy breve, tal como el título de su único libro lo proclama: Opera Parva publicado de manera tardía en 1961. Sus poemas, todos ellos muy bien cuidados, tiene un hondo acento rural y provinciano, y en los temas amatorios reflejan una intensa desolación. En uno, Canto a los sombríos ancestros, evoca su veta de sangre negra: Tambor olvidado de la tribu/lejano bate de mi corazón nocturno// Mi sangre huele a selva del África./Sombría noche luciérnaga,/ sombría sangre tachonada de estrellas…
Pablo Antonio Cuadra se incorporó a los dieciocho años al movimiento de Vanguardia, y fue uno de sus más entusiastas animadores; y desde entonces, su papel ha sido clave en la difusión de la literatura nicaragüense a través de diferentes revistas, desde la aparición de los Cuadernos del Taller San Lucas en 1943, a El Pez y la Serpiente, fundado también por él a finales de los cincuenta. Y sobre todo, a través del magisterio ejercido por varias décadas desde La Prensa Literaria, el suplemento cultural semanal del diario La Prensa.
Al mismo tiempo, fue dentro del grupo el principal impulsor de la búsqueda de las raíces culturales, donde debía hallarse el verdadero ser nicaragüense; un impulso que lo llevó a rastrear las consejas y cuentos populares, los bailetes y representaciones de teatro callejero, los corridos y canciones anónimas, que a su vez iban a prestar ritmos y sonoridades a la nueva poesía que se forjaba.
El gran sustrato de la poesía de Pablo Antonio es lo telúrico, (el paisaje de los llanos, los montes y los árboles, la hacienda ganadera, y los campesinos que habitan ese paisaje, desde la aparición de Poemas Nicaragüenses, publicado en Chile en 1934, a la evocación de lo indígena en El Jaguar y la Luna (1959), y que tendrá su mejor culminación en sus poemas del Gran Lago de Nicaragua, contenidos en Cantos de Cifar (1971); una poesía que sin abandonar su aliento lírico, se torna narrativa y por tanto, doblemente reveladora. Otros libros de poesía suyos, importantes de mencionar, son: Canciones de Pájaro y señora (1929); Canto Temporal (1943); Doña Andreíta y otros retratos (1971); Esos rostros que asoman en la multitud (1976); y Siete árboles contra el atardecer (1980).
Alberto Ordóñez Argüello, nació en el poblado de Buenos Aires, en Rivas, y vivió casi toda su vida en el exilio en Guatemala y Costa Rica. Entre sus libros de poesía deben ser recordados Tórrido sueño (1955); y Amor en tierra y mar (1964); así como es memorable su pieza de teatro La novia de Tola. Octavio Rocha, por su parte, no dejó ningún libro, y después de los años juveniles del movimiento de Vanguardia se dedicó a actividades comerciales.
El poeta más representativo del grupo de Vanguardia, y uno de los cimeros de la literatura nacional es Joaquín Pasos. Un poeta precoz, que escribía poesía con facilidad desde niño, y que llegó a resumir, según el criterio de Manolo Cuadra, las dos tendencias fundamentales en que se debatía en el mundo la poesía de vanguardia: la claridad y el hermetismo —las dos hemisferios que constituían, a la vez., su propia naturaleza— un doble don que conservó hasta su muy temprana muerte.
Su grandeza está en el poder que tiene de convertir el lenguaje poético en un lenguaje común, o viceversa, dentro de una transparencia que se vuelve mágica; o como escribe Ernesto Cardenal, purificó en sus poemas el lenguaje de su pueblo/ en el que un día se escribirán los tratados de comercio/ la Constitución, las cartas de amor, y los decretos…Su poema Canto de guerra de las cosas, escrito en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, es uno de los grandes momentos de nuestra literatura.
Sus poesías sólo fueron recogidos muy parcialmente después de su muerte en Breve Suma (1947), un cuaderno publicado por la Editorial Nuevos Horizontes en Managua; pero la primer antología importante de su obra, seleccionada por Ernesto Cardenal, apareció en México en 1962 bajo el título Poemas de un joven. Los poemas fueron agrupados de acuerdo al plan que Joaquín había diseñado para su obra inédita: Poemas de un joven que no ha viajado nunca (que incluía sus poemas sobre países que nunca visitó, pues prácticamente no salió de Nicaragua); Poemas de un joven que no ha amado nunca (que incluía sus poesías de amor); Poemas de un joven que no sabe inglés (que incluía sus poemas en esa lengua, que aprendió sin maestro desde niño); y además, Misterio indio, sus poemas de temática indígena.
Manolo Cuadra, quien nació en Malacatoya, un poblado de las riberas del Gran Lago de Nicaragua, cercano a Granada, fue uno de los más importantes fundadores del movimiento de Vanguardia, experimentador de formas y de estilo, buscador incansable de nuevas expresiones; pero su propia historia personal, y sus ideas, habrían de apartarlo del común del grupo.
Se alistó como soldado raso en la Guardia Nacional, recién creada por las fuerzas de ocupación norteamericanas, y fue destacado a las montañas de Las Segovias en la guerra contra Sandino, una experiencia de la que surgiría su libro de cuentos Contra Sandino en la montaña (1942), del que se hablará más tarde. Debemos adelantar, sin embargo, que este libro significó para él un principio de conversión política, pues pasó a identificarse con el ideario de Sandino, con la izquierda, y con las luchas obreras, “para vivir entre los afligidos, tanto por temperamento como por aflicción”, como él mismo señala, no sin humor. Esta nueva actitud lo haría entrar en choque con sus antiguos compañeros de la Vanguardia, que lo acusaron de comisario político del recién fundado PTN (el Partido Trabajador Nicaragüense, de identidad comunista).
Su vida, y su literatura se entreveran de modo que una es espejo de la otra. Además de soldado, fue telegrafista, boxeador aficionado, peón bananero en las plantaciones de la United Fruit en Costa Rica, propietario de una pulpería, periodista y humorista; y como se ha dicho, militante de izquierda, opositor a la dictadura de Somoza por lo que fue a dar a la cárcel, al confinamiento, y al exilio. Sus poemas aparecieron reunidos poco antes de su muerte en Tres Amores (1955); y sus ensayos literarios fueron publicados en 1994 bajo el título El gruñido de un bárbaro (edición de Julio Valle Castillo).
La Postvanguardia: los tres Ernestos
En el espacio intermedio entre la Vanguardia y la generación siguiente de Postvanguardia, es necesario colocar a Enrique Fernández Morales, (1918-1982), nacido en Granada, un artista polifacético, pues fue también pintor y dibujante, narrador y dramaturgo. Sus libros de poemas, de una textura muy íntima, son Retratos (1962) y Aunque es de noche (1977); y también a Francisco Pérez Estrada (1919-1982), autor de Chinazte (1968), poemas de temática indígena; y Juan Francisco Gutiérrez (1920-1995), nacido en Diriamba, autor de Tú, mi residencia (1952) y La libertad y el amor (1962).
Luego vendrá la generación que ha dado en llamarse la postvanguardia, o de los años cuarenta, que no tuvo ninguna expresión orgánica, ni se dio a conocer por medio de manifiestos en cuanto al papel de la literatura y el arte, como su antecesor el movimiento de Vanguardia; pero sí llevó adelante el proceso de renovación de la literatura nicaragüense, con un nuevo aliento y una nueva visión estética en la obra de tres creadores de una misma generación, los tres de una magnífica calidad: Ernesto Mejía Sánchez (1923-1985); Carlos Ernesto Martínez Rivas (1924-1998); y Ernesto Cardenal (1925). Los tres, por una coincidencia cabalística para nuestra literatura, tuvieron por nombre Ernesto.
Esta, para empezar, es una generación más cosmopolita que la anterior; formados igual que la gran mayoría de los poetas de la Vanguardia en el Colegio Centroamérica de los Jesuitas, en Granada, Martínez Rivas y Cardenal aprendieron allí fundamentos básicos de la literatura clásica a través del magisterio del Padre Angel Martínez SJ, poeta él mismo, y partieron luego en busca de horizontes diferentes, a Europa, a México, a los Estados Unidos, como habría de hacerlo Mejía Sánchez. Se trata de escritores ya modernos de nacimiento, que se entrenan en el conocimiento de su oficio desde una perspectiva renovada, y renovadora.
Ernesto Mejía Sánchez, nacido en Masaya, se trasladó muy joven a México para seguir la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma, donde también estudiaría Ernesto Cardenal. Luego obtienen su doctorado en Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid, y se incorpora como investigador al Colegio de México bajo el magisterio de don Alfonso Reyes, cuyas obras completas se encargó de preparar a la muerte de este último. Su primer aporte a la literatura nacional sería la recopilación de Romances y corridos nicaragüenses, que publica en México, fruto de sus trabajos anteriores en el Taller San Lucas al lado de Pablo Antonio Cuadra .
Mejía Sánchez ya no regresó más a Nicaragua, y se quedó en México dedicado a sus tareas académicas, que también lo llevaron por Europa y los Estados Unidos, convirtiéndose en un afamado crítico y conferencista. Es el investigador más serio y sistemático de la obra de Rubén Darío con que ha contado Nicaragua.
Su vida en México fue al de un verdadero exiliado político. Adversario decidido de la dictadura de la familia Somoza, dirigió a finales de los años cincuenta la publicación de una antología de poesía política nicaragüense, en la que los autores vivos aparecían como anónimos. Al triunfo de la revolución sandinista, fue designado embajador en Madrid, y luego en Buenos Aires. Murió en Mérida, Yucatán.
La abundancia de su obra crítica, y su vasto conocimiento erudito de la literatura americana, ha hecho que su poesía no tenga el primer plano que merece. Toda su vida pasó escribiendo las partes de un mismo libro, Recolección al mediodía, publicado por primera vez en 1972 en Nicaragua, luego en México en 1980, y finalmente en Nicaragua otra vez en 1985. Es un solo corpus, al cual fue agregando nuevos poemarios, porque su temática es como un fluir de aguas que cambian de cauce o de velocidad, o de tonalidad en sus colores; pero son las mismas aguas que dejarán, en su discurrir, uno de los poemas maestros de la literatura nicaragüense: La carne contigua.
Este libro único y definitivo suyo, incluye Ensalmos y Conjuros (1947); La carne contigua (1948); El retorno (1950); La impureza (1951); Contemplaciones europeas (1957); Vela de la espada (1951-1960); Poemas familiares (1955-1973); Disposición de viaje (1956-1972); Poemas Temporales (1952-1973); Historia natural (1968-1975); Estelas/Homenajes (1947-1979); y Poemas dialectales (1977-1980). Mejía Sánchez creó un género nuevo, el del prosema, textos breves de sustancia lírica, pero de ánimo narrativo, escritos en prosa.
Carlos Martínez Rivas nació en Guatemala y murió en Managua. Igual que Rubén Darío y Joaquín Pasos, fue un poeta precoz, un “poeta niño”, desde sus años escolares en el Colegio Centroamérica, y desde entonces, también, un lector de memoria y energía inagotables. Ya a los dieciocho años había escrito un poema adolescente que aún deslumbra por su novedad y su frescura, El paraíso recobrado (1944), en contrapunto al Paraíso Perdido de Milton, que cita como epígrafe.
A finales de los años cuarenta vivió en Madrid y en París, años intensos y novedosos de la postguerra donde conoció a Octavio Paz, a Julio Cortázar, al pintor peruano Fernando de Szyslo, y a la escritora Blanca Varela, peruana también. Fueron años de bohemia, pero también de devoto aprendizaje cultural, como lo demuestran sus lúcidos y penetrantes trabajos críticos sobre pintura, fruto de sus constantes visitas a los museos. A su regreso a Nicaragua, el suicidio de su madre habría de producir una marca indeleble en su vida, y en su obra.
Su libro capital, La Insurrección Solitaria, apareció en México en 1953, una edición de reducido tiraje y prácticamente clandestina, la mayoría de cuyos ejemplares se echaron a perder al quedar guardados en una casa hacienda cercana a Managua, cuando Carlos partió para Los Ángeles, California, donde habría de residir por varios años, trabajando como oficinista de una agencia aduanera. La insurrección solitaria tuvo luego otras ediciones en Costa Rica, Nicaragua y México, pero nunca difusión masiva; y, sin embargo, es el libro que más influencia ha tenido entre los poetas de cada nueva generación de escritores en Nicaragua.
Al dejar Los Ángeles a comienzos de los años sesenta, obtuvo un cargo diplomático en Madrid, y de allí se trasladó a San José, Costa Rica, llamado por el Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA), donde trabajó por varios años, hasta su regreso a Nicaragua en 1977. Epítome de la imagen del poeta maldito —y él mismo solía verse en el espejo de Baudelaire— la rebeldía de su poesía en contra del espíritu burgués, que es la esencia de La insurrección solitaria, lo llevó también a su vida, rebelde ante la sociedad y aún consigo mismo.
Al mundo de las conveniencias, de la mediocridad, de la rutina adocenada, de los matrimonios concertados, Ten cuidado de los casados que se retiran temprano./ Témeles… opuso siempre su propio mundo contaminado, el difuso/terco mundillo del amanecer/la pululante línea de la imperfección y el anonimato… que es su divisa de autenticidad, volcar el matrimonio/¡hacerlo saltar en astillas! De esta pasión rebelde surge una voz muy imitada, pero irrepetible, un andamiaje construido en base a las precisiones sin concesiones del lenguaje, que resultan en imágenes incomparables en su belleza sugestiva.
Octavio Paz escribió sobre él: “A diferencia de otros rebeldes, Martínez Rivas no quiere ser dios, ángel o demonio; si pelea, es por alcanzar su cabal estatura de hombre entre los hombres. Su rebelión es contra lo inhumano. La rebelión solitaria es legítima defensa, pues ahí, enfrente, actual y abstracta como la policía, la propaganda o el dinero, se alza La ola de la Tontería, la ola/ tumultuosa de los tontos, la ola/ atestada y vacía…/
En sus años de Los Ángeles escribió los poemas, Infierno de Cielo y Dos murales U.S.A., que junto con cuadernos posteriores, entre ellos Carmina Figurata y Calcoholmanías, y otros muchos poemas dispersos en revistas y periódicos, o aún inéditos, representan una continuidad de La insurrección solitaria. Precisamente, con la colección Infierno de Cielo y antes y después, que incluye parte de los poemas mencionados, ganó en Nicaragua en 1984 el Premio Latinoamericano de Poesía Rubén Darío, publicada de manera póstuma en 1999.
Pero, igual que en el caso de Mejía Sánchez, todos forman parte de un mismo y único libro, La insurrección solitaria, como él siempre quiso; aunque nunca se atrevió a completarlo, aterrado frente al espectro de la imperfección, que lo llevó a corregir sus textos sin descanso, y mandarlos a publicar en facsímil, cuando accedía a ello, para evitar los errores de imprenta. Consciente de su propio genio y, al mismo tiempo, rebelde consigo mismo, vivió y padeció su propia insurrección solitaria. Sometido a un lento pero sistemático proceso de autodestrucción a través del alcoholismo, su producción literaria fue cada vez más escasa, aunque nunca dejó de tener la calidad sostenida que es marca de toda su obra.
Ernesto Cardenal, de familia granadina, y emparentado con los capitanes del movimiento de Vanguardia, representa mejor que ninguno otro de su generación el vínculo con los poetas de la anterior, y sobre todo con el magisterio de José Coronel Urtecho. Estudio la carrera de Filosofía y Letras en México, y luego siguió sus estudios en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Su Antología de la poesía nicaragüense, publicada en Madrid en 1947, pudo revelar lo que hasta entonces era el fenómeno permanentemente creativo de nuestra poesía desde Darío.
Participó de manera indirecta en la rebelión de abril de 1954, en contra de la dictadura de Somoza, en la cual estaban comprometidos varios de sus amigos de juventud, y de esa experiencia resultó Hora Cero, uno de sus mejores poemas publicado en 1960 en México, y que por su carácter descriptivo, prestando hechos a la realidad para trasponerlos al territorio de la lírica, abre paso a la corriente exteriorista. Esta corriente caracterizará en adelante la obra de Cardenal, y se consolidará como uno de los dos ejes de influencia en la poesía nicaragüense; el otro eje será la corriente intimista, o interiorista de Martínez Rivas.
En 1957 Cardenal se decidió por la vocación del sacerdocio e ingresó en el monasterio de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, Estados Unidos, donde desarrolló una estrecha e instructiva amistad con Thomas Merton, su maestro de noviciado. Pasó de allí al monasterio de padres Benedictinos en Cuernavaca, y terminó sus estudios sacerdotales en La Ceja, Colombia, para ordenarse por fin en Managua.
A mediados de los años sesenta fundó su célebre comunidad campesina en el archipiélago de Solentiname, en el Gran Lago de Nicaragua. En 1977, los jóvenes de la comunidad se integraron a la guerrilla del FSLN que atacó el cuartel de San Carlos, en la desembocadura del Gran Lago en el río San Juan, ya cuando Cardenal estaba comprometido con la causa revolucionaria. La comunidad fue asolada por la Guardia Nacional, y él pasó a vivir en el exilio en Costa Rica hasta el triunfo de la revolución, cuando fue designado Ministro de Cultura.
La obra de Cardenal se caracteriza por su rica diversidad, de modo que cada libro de poesía suyo significó, desde el principio, no sólo un reto distinto, sino una temática distinta, tocando temas vinculados a la sensibilidad de cada momento; pero en todas esas etapas estará presente esa característica ya dicha del exteriorismo, bautizado así por Coronel Urtecho, y que el propio Cardenal define así: “El exteriorismo es la poesía creada con las imágenes del mundo exterior, el mundo que vemos y palpamos, y que es, por lo general, el mundo específico de la poesía. El exteriorismo es la poesía objetiva, narrativa y anecdótica, hecha con los elementos de la vida real y con cosas concretas, con nombres propios y detalles precisos, datos exactos y cifras y hechos y dichos. En fin, es la poesía impura”.
Después de Hora Cero, ya citado, Cardenal habría de publicar Epigramas (1961), escritos al estilo de Cátulo y Marcial, los dos grandes poetas latinos, maestros de la esgrima verbal, a los cuales también tradujo; estos epigramas, sobre temas políticos, y sobre todo de amor, han continuado siendo sumamente populares entre sucesivas generaciones de jóvenes, que los recitan de memoria.
Luego vendría Salmos (1964), que le dio gran renombre al ser traducido a todos los idiomas europeos, una invocación contra todos los males del capitalismo y el totalitarismo, las guerras y la deshumanización, escrito con los acentos de los profetas del antiguo testamento; y ese mismo año Gethsemani Ky, sus poemas del monasterio trapense. En 1965 aparece su muy conocido Oración por Marylin Monroe, y en 1967 El estrecho dudoso, un largo poema escrito en base a las crónicas de la conquista española.
En 1969 se publica Homenaje a los indios americanos; en 1972, Canto Nacional, una hermosa entonación en alabanza de Nicaragua, que es, al mismo tiempo, un compendio de flora, fauna, paisajes, y que habla también de la injusticia y de la lucha por una sociedad distinta, escrito en homenaje al FSLN, entonces formado por guerrilleros clandestinos; y en 1973 Oráculo sobre Managua, tras la destrucción de la capital por el terremoto del año anterior.
Su poesía de los años de la revolución sandinista está contenida en Vuelos de victoria (1985), y más tarde habrá de publicar Los ovnis de oro (1988), de nuevo sobre temas indígenas. Cántico Cósmico (1989) representa ya una nueva etapa de su poesía, mucho más ambiciosa, donde explora, utilizando los parámetros de la física cuántica, la existencia del ser en función del universo, y entre tanto el amor, y la muerte; un tema que será completado en Telescopio en la noche oscura (1993).
Su obra en prosa incluye Vida en el amor (1966); En Cuba (1972); El Evangelio de Solentiname (1985); y sus memorias que han comenzado a publicarse en 1998 bajo el título de Vida perdida.
Los años cincuenta
Lea generación de poetas de la siguiente década incluye principalmente a Guillermo Rothschuh Tablada (1926), Fernando Silva (1927), Raúl Elvir (1927-1998), Ernesto Gutiérrez (1929-1988), y Mario Cajina-Vega (1929-1995); y un poco más tarde a Octavio Robleto (1935), Horacio Peña (1936) y David McField (1936).
Fernando Silva nació en Granada. Médico de profesión, sus poemas juveniles están contenidos en su libro fundamental Barro en la sangre (1952), donde la tradición vernácula ensayada por el movimiento de Vanguardia florece con gracia por última vez; y es autor de otro libro de poemas de la misma línea titulado Agua arriba (1968). Pero su obra literaria está expresada con mayor ventaja en sus cuentos, como veremos adelante. Es el caso también de Mario Cajina-Vega, nacido en Masaya y educado en Estados Unidos, Inglaterra y España, quien se distinguió más como narrador; periodista, ensayista, y editor de vocación, escribió un solo libro de poemas, Tribu (1961).
Guillermo Rothschuh Tablada, nació en Juigalpa, cabecera del departamento de Chontales. Educador, fue clave en la forja de una generación de jóvenes nicaragüenses, varios de ellos escritores, y otros dirigentes políticos, que surgieron de las aulas del Instituto Nacional Central Ramírez Goyena, que él dirigió. Sus poemas, que son también telúricos, y que exaltan la tierra chontaleña, tierra ganadera, están contenidos en Poemas chontaleños (1960); otros libros de poemas suyo son Cita con un árbol (1965) y Veinte elegías al cedro (1973).
Raúl Elvir nació en Comayagüela, Honduras, pero llegó a Nicaragua en el año de 1939, y vivió desde entonces entre nosotros. Ingeniero civil de profesión, su poesía está basada en una observación meticulosa de la naturaleza, a la que describe con amoroso empeño. Esta aproximación panteísta del paisaje nicaragüense, le dio un conocimiento muy especial, absolutamente familiar, de nuestra fauna, principalmente los árboles, y los pájaros, sobre los que escribió un libro aún inédito. Sus más importantes libros de poesía son La rama y el cielo (1960) y Círculo de fuego (1971), que volvió a editarse en 1999, tras su muerte acaecida en Managua, aumentado con sus poemas inéditos.
Ernesto Gutiérrez nació en Granada. Ingeniero también de profesión, se especializó en Hidrología. Además, fue profesor universitario, director de la Editorial Universitaria en la Universidad de León, y al triunfo de la revolución embajador en Brasil y ante la UNESCO.
Su primer libro es Yo conocía algo hace tiempo (1953), y luego aparecieron Años bajo el sol (1963), Terrestre y celeste (1969), Poemas políticos (1971), y Temas de la Hélade (1973). Su poesía marca una visión gozosa y a la vez desgarrada de la existencia, entre la alegría de vivir y el espanto ante la muerte. Una antología suya, bajo el título En mí y no estando, seleccionada por Carlos Martínez Rivas y Sergio Ramírez, con prólogo de este último, fue publicada en Costa Rica en 1974, y de manera ampliada en Nicaragua en 1983. Murió en Managua, tras una enfermedad muy prolongada.
Octavio Robleto, nacido en Juigalpa, ha ligado siempre su poesía al sentimiento más puro hacia la naturaleza, una lírica bucólica que va a dar siempre a las cosas sencillas del campo. Sus libros de poesía más destacados son Vacaciones del estudiante (1964); Enigma y Esfinge (1965); El día y sus laberintos (1976); y Laberinto de vigilias (1999), que incluye las breves prosas Noches de Oluma.
Horacio Peña nació en Managua. Por largo tiempo fuera de Nicaragua, publicó su primer libro de poemas en 1961, La espiga en el desierto; en 1967 ganó el Premio Internacional de poesía del centenario de Darío, con su libro Ars Moriendi, y publicó en 1970 La soledad y el desierto. Su poesía, que tiene generalmente un tono elegíaco, abre interrogantes sobre la soledad, la enajenación del individuo, y la muerte, tal como puede apreciarse en los títulos de sus libros. Por su parte, David McField, nacido en Bluefields, exalta la negritud buscando en su poesía de acentos sociales, los ritmos del caribe; su libro mas conocido es Poemas para el año del elefante (1970).
El Frente Ventana y la Generación Traicionada
A comienzos de la década de los sesenta aparecieron en el país dos grupos literarios antagónicos en cuanto a sus posiciones sobre el papel de la literatura y el arte en la sociedad: el Frente Ventana, surgido en las aulas universitarias en León, y encabezado por Fernando Gordillo (1940-1967) y Sergio Ramírez (1942); y la Generación Traicionada, formada en su mayoría por jóvenes recién salidos del Instituto Ramírez Goyena de Managua, y encabezada por Roberto Cuadra (1940), quien muy pronto habría de desaparecer de la escena literaria; Edwin Yllescas (1941), Iván Uriarte (1942), y Beltrán Morales (1944-1986), quien pasó luego al Frente Ventana.
Los miembros del Frente Ventana pertenecían a su vez a la llamada Generación de la Autonomía, toda una pléyade de muchachos que bajo el liderazgo del Rector de la Universidad Nacional, el doctor Mariano Fiallos Gil, humanista y escritor, participaron en la conquista y consolidación de la autonomía universitaria, un gran hito cultural para el país. Esta generación, bautizada con sangre en la masacre estudiantil del 23 de julio de 1959, habría de desembocar tanto en la política como en la literatura, bajo un reclamo revolucionario que daría como fruto la creación del FSLN en 1963.
Eran los años en que crecía en Nicaragua un gran fermento de rebeldía, marcados por el triunfo de la revolución cubana, la lucha de los movimientos de liberación nacional en África y Asia, y los primeros movimientos guerrilleros en Nicaragua; y, además, por el cierre de los espacios democráticos y la falsificación de las elecciones, impuestos por la dictadura.
En este contexto, el Frente Ventana centraba sus posiciones en el reclamo por una literatura de raíces nacionales, que al tiempo de buscar la excelencia literaria, estuviera comprometida con las luchas sociales y con el cambio profundo de las estructuras injustas. Estas posiciones estaban contenidas en los antimanifiestos y antieditoriales publicados en las páginas de la revista experimental Ventana, que dirigida por Gordillo y Ramírez se publicó entre 1960 y 1964.
La Generación Traicionada, bajo la influencia de la beat generation de Estados Unidos (Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Jack Kerouack), lo que proclamaba era el rechazo a la civilización de consumo que creaba soledad y frustración en las grandes ciudades, las selvas de cemento, como en el célebre poema Howl (Aullido) de Ginsberg.
La polémica entre los dos grupos se desarrolló en las páginas de Ventana, que acogía en sus páginas los manifiestos y colaboraciones literarias de los miembros de la Generación Traicionada; e igualmente en las páginas de La Prensa Literaria. En una segunda breve etapa, la revista Ventana fue dirigida por Beltrán Morales y Michéle Najlis.
En octubre de 1961, el Frente Ventana organizó en León la Primera mesa redonda de poetas jóvenes de Nicaragua, donde además de los dos grupos en pugna participaron otros, como el Grupo U de Boaco, que encabezaban Flavio Tijerino y Armando Incer, así como escritores que no pertenecían a ningún bando; y si en algo coincidían todos, era en el rechazo de la mala literatura, en busca de nuevos caminos de originalidad y renovación.
Fernando Gordillo, nacido en Managua, fue atacado por una extraña enfermedad, miastenia gravis, y murió muy joven, también en Managua. A pesar de esa desgraciada circunstancia tuvo una vida intelectual intensa, marcada por la honestidad a toda prueba y por el desafío intelectual; poeta, ensayista, crítico literario y narrador, fue también activista político infatigable, aún desde la silla de ruedas a que se vio condenado, y se convirtió en el ideólogo más notable de su generación. Todos sus escritos, tanto en verso como en prosa, fueron reunidos por Sergio Ramírez en Obra, publicado en Managua en 1989, y en ellos se refleja el compromiso que animó toda su vida.
Sergio Ramírez nació en Masatepe. Se graduó de abogado y pasó luego a trabajar en Costa Rica para el Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA), del que fue Secretario General durante dos períodos. Vivió en Alemania, con una beca de escritor y luego, incorporado a la lucha revolucionaria, encabezó el Grupo de los Doce. Formó parte de la Junta de Gobierno que sustituyó a Somoza en 1979, y luego fue Vicepresidente. Su obra literaria se consolidó en el género narrativo, como novelista y cuentista, además de ensayista.
Edwin Yllescas, nacido en Estelí, se graduó de abogado. Su poesía de toda una vida no se publicó sino en 1996, por decisión propia, bajo el título Algún lugar en la memoria. El libro está compuesto por ocho libretas de versos, en los que según sus propias palabras “habla con la precisa e inexacta locura del asombro. Con alegría, pero también con tristeza y desolación”; una poesía provocadora que es consecuencia de una búsqueda existencial, y también de estilos emergentes.
Iván Uriarte, nacido en Jinotega, se graduó en la Universidad de Pittsburgh. Su primer cuaderno de poesía fue 7 poemas atlánticos (1968), memoria de un viaje por el río Escondido, que tiene una dimensión de encanto telúrico; y ha publicado también Éste que habla (1969), Los bordes profundos (1999), y Pleno día (1999), en los que busca la creación de atmósferas que son a la vez íntimas, llenas de sugerencias, y la afirmación de un universo verbal muy propio.
Beltrán Morales, nacido en Managua, fue el más joven de los escritores de la época del Frente Ventana y la Generación Traicionada, y su poesía representó el mejor de los testimonios críticos de su generación, una poesía ácida y descarnada, contestaria hasta el fondo, pero nutrida de un brillante lirismo: “cada molécula de su organismo era poeta como en Joaquín Pasos”, señalaría Carlos Martínez Rivas. Un enfant terrible que fue capaz de ejercer influencia entre otros poetas de las siguientes generaciones, a pesar de su temprana muerte, acaecida en Managua.
Entre sus libros de poesía figuran Algún sol (1969), Agua Regia (1972), y Juicio final andante (1976); su Poesía completa fue publicada por la Editorial Nueva Nicaragua (ENN) en 1989. El afán purificador que lo poseyó siempre, lo llevó también a la crítica literaria, que ejerció sin concesiones, y que quedó recogida en dos libros: Sin páginas amarillas (1975) y Malas notas (1989).
A la generación de los años sesenta, una de las más ricas y variadas en la historia literaria del país, pertenecen también Napoleón Fuentes (1941), Luis Rocha (1942), Francisco Valle (1942), Alvaro Gutiérrez (1943), Carlos Perezalonso (1943), Fanor Téllez (1944), y Julio Cabrales (1944); así como Francisco de Asís Fernández (1945) y Jorge Eduardo Arellano (1946), que encabezaron en Granada el grupo Los Bandoleros. Es también la década en que habría de surgir toda una pléyade de mujeres escritoras, principalmente poetas, de las que se hablará por aparte.
Napoleón Fuentes, nacido en Diriamba, dirigió la revista Taller, editada en la Universidad Nacional, en León, a partir de 1967, y que de alguna manera fue sucesora de Ventana. De entre sus libros de poemas hay que mencionar El techo iluminado (1975) y Esta palabra que quema (1982), este último una antología de su obra poética.
Luis Rocha, nacido en Granada, estuvo vinculado a los movimientos de rebeldía literaria y política desde su adolescencia, y desarrolló casi desde entonces una sólida actividad cultural, primero desde La Prensa Literaria y la revista El Pez y la Serpiente al lado de Pablo Antonio Cuadra; y más tarde como director de El Nuevo Amanecer Cultural, el suplemento literario de El Nuevo Diario. Su primer libro de poemas Domus Aurea (1969), es una celebración del amor doméstico, como comunión. Sus otros libros son Poemas (1970), Ejercicios de composición (1974) y Phocas, versiones e interpretaciones (1983), Premio Latinoamericano de Poesía Rubén Darío; y La vida consciente (1996) que es una antología de toda su poesía y prosa.
Francisco Valle, nacido en León, es uno de los poetas más singulares de nuestra literatura, y un cultor del surrealismo en busca de nuevos cauces; lo que podríamos llamar una voz solitaria. Su primer libro de poemas, Casi al amanecer apareció en 1964, y ha publicado también Laberinto de espadas (prosemas, 1974, 1996), La puerta secreta (1979), Luna entre ramas (1980) y Sonata para la soledad (1981).
Alvaro Gutiérrez, nacido en Diriamba, y dibujante también, ensaya en Asociación para delinquir –varia invención- (1997) una atractiva mixtura de poesía y prosa. Fanor Téllez, nacido en Masaya, poeta, crítico y ensayista, es otra voz solitaria, y su poesía amatoria alcanza esferas de nítida belleza . Ha publicado La vida hurtada (1973), Los bienes del peregrino (1974), El sitial de la vigilia (1975), El don afluente (1977), Edad diversa (1993), Boca del vino (1998) y Oficio de amarte (1999). Carlos Perezalonso, nacido en León, ha publicado El otro rostro (1971), Vida, el sol (1976), y Cegua de la noche (1990); su poesía sabe entrar en las honduras de la nostalgia.
Julio Cabrales, nacido en Managua, hijo del poeta Luis Alberto Cabrales, es uno de los escritores con mayor genio poético de su generación, pero quedó atrapado desde muy joven por la enajenación mental, igual que Alfonso Cortés. Su obra, sin embargo, es muy intensa y luminosa, aunque breve, y está contenida en el libro Omnibus publicado en 1975.
Francisco de Asís Fernández, nacido en Granada, ha mantenido una constante exploración en su vida de poeta, desde los años de su adolescencia, en temas que van de la celebración del amor, a la política. Sus principales libros son Pasión de la memoria (1986), que incluye sus libros anteriores; Friso (1996), y Árbol de la vida (1998). Por su parte Jorge Eduardo Arellano, nacido también en Granada, es un notable polígrafo: investigador histórico, antólogo, crítico de arte y literatura; poeta, y narrador. Ha publicado un libro de poesía, La estrella perdida (1969); y en el campo narrativo Historias nicaragüenses (1974) y Timbucos y Calandracas (1982).
Las mujeres toman el relevo
La aparición de las voces femeninas en la poesía nicaragüense tiene el carácter de un verdadero relevo, porque su presencia nutrida, y la calidad de las escritoras, vienen a marcar un nuevo rumbo para nuestra literatura, y a darle una nueva fortaleza.
Los antecedentes más notables de la poesía femenina nicaragüense se encuentran en Piedad Medrano Matus (1914), que tomó los hábitos religiosos de la orden de La Asunción bajo el nombre de Madre Rosa Inés, autora de un solo libro de poesía mística, El amor que me cautiva (1998); en María Teresa Sánchez (1918-1994), animadora del Círculo Nuevos Horizontes en los años cuarenta, y autora de varios poemarios entre los que destacan Sombras (1939) y Poemas de la tarde (1963); y también en Mariana Sansón Argüello (1918), que escribe una poesía de carácter íntimo y subjetivo, mejor resumida en su libro Las horas y sus voces (1986).
Mención aparte merece Claribel Alegría (1924), que aunque enlistada entre los escritores salvadoreños, por haber emigrado muy niña a ese país, nació en Estelí y vive de nuevo en Nicaragua. Dueña de una hermosa y sensible voz poética, que explora siempre nuevos caminos, ha publicado, entre otros libros de poesía, Anillo de silencio (1948), Huésped de mi tiempo (1961), Sobrevivo (1978), Suma y sigue (1981), y Luisa en el país de la realidad (1986).
Pero el panorama literario nicaragüense había sido dominado por los autores masculinos, hasta que a partir de los años sesenta irrumpe una pléyade de mujeres que habrá de marcar las décadas siguientes. Entre ellas destacan Vidaluz Meneses (1944), Ana Ilce Gómez (1945), Gloria Gabuardi (1945), Michéle Najlis (1946), Gioconda Belli (1948), Daisy Zamora (1950), Rosario Murillo (1951), y Yolanda Blanco (1954); todas ellas adquieren un compromiso en la lucha contra la dictadura somocista, y su obra plantea una doble liberación, la de la mujer, y la del país.
Vidaluz Meneses, nacida en Matagalpa, despunta en 1975 con Llama Guardada, que es una celebración de la intimidad de la mujer, y a la vez un reclamo de participación en la vida cotidiana y sus desafíos, no sólo la vida doméstica. Otro de sus libros, Llama en el aire, es una antología de sus poemas escritos entre 1974 y 1990.
Ana Ilce Gómez, nacida en Masaya, explora la palabra misma, buscando hacer de la poesía una verdadera fiesta verbal, con rigor de orfebre; y preservando a la vez la lucidez del misterio. Su único libro es Las ceremonias del silencio (1975). Y Gloria Gabuardi, nacida en Managua, busca un nuevo nivel de la poesía amatoria, que se vuelve combativo en Defensa del amor (1986).
Michéle Najlis, nacida también en Managua, hija de inmigrantes franceses, apareció en el panorama de las letras cuando aún estudiaba en el Colegio La Asunción, y estuvo muy cercana desde el principio al Frente Ventana. Su primer libro El viento armado (1969) contiene sus poemas de esos primeros años de hallazgos, que obtienen continuidad en Augurios (1980), Ars combinatoria (1989), Caminos de la Estrella Polar (1990), y Cantos de Efigenia (1991).
La aparición en 1973 de Sobre la grama de Gioconda Belli, nacida en Managua, significó un vuelco no sólo para la poesía femenina, sino para toda nuestra literatura. En este libro la mujer hablaba por sí misma, desde su propia sensibilidad y sensualidad, consagrando el sexo como una categoría pura, de goce de los sentidos y plenitud espiritual. A este libro siguieron Línea de fuego (1978), donde incorpora los temas de la lucha política, que ganó el Premio Casa de las Américas en Cuba; Amor insurrecto, y De la costilla de Eva (1987); El ojo de la mujer (1991) y Apogeo (1997), sus poemas de la madurez.
En una línea novedosa se presenta también Daisy Zamora, nacida en Managua. En su voz la mujer desafía a través de su sensibilidad los convencionalismos, y ofrece sus poemas como un don de rebeldía y de aciertos verbales, comunicando una aura diferente a sus experiencias de la vida cotidiana. Sus libros más importante son La violenta espuma (1981), En limpio se escribe la vida (1988), y A cada quien la vida (1994).
Rosario Murillo, nacida también en Managua, fue promotora del Grupo Gradas en los años de la lucha contra la dictadura de Somoza. Entre sus libros de poesía, donde la rebeldía del amor se junta a la rebeldía en el combate, figuran Gualtayán (1975), Sube a nacer conmigo (1977), Un deber de cantar (1981), y En las espléndidas ciudades (1985). Y finalmente Yolanda Blanco, nacida en León, quien recupera en la sustancia de su escritura la dimensión telúrica, y es autora, principalmente, de Así cuando la lluvia (1974), Cerámica Sol (1977), Penqueo en Nicaragua (1981), y Aposentos (1984).
Voces siempre nuevas
No hay duda de que para los poetas de las nuevas generaciones quedan patentes las dos influencias fundamentales de que se ha hablado antes: la del exteriorismo de Ernesto Cardenal, y la de rebeldía intimista, el interiorismo de Carlos Martínez Rivas; son dos marcas insoslayables.
Leonel Rugama (1949), nacido en Estelí, aparece en tiempos de compromiso, y cuando la literatura comenzaba a ocupar un lugar inseparable en la lucha por una nuevo orden social en Nicaragua. Pero Rugama, quien murió en combate desigual a la edad de 21 años, enfrentando a tropas de la Guardia Nacional en un barrio del oriente de Managua en 1970, no sobrevivió para las letras por su acción heroica, sino porque logró plasmar en sus poemas un nuevo lenguaje, muy intenso, y sin más adornos que los de la realidad misma. Sus poemas, que no llegaron a ser muy numerosos, fueron recogidos por primera vez en una edición especial de la revista Taller (1970), y luego en el libro La tierra es un satélite de la luna (1983).
A esta misma generación pertenece Erick Blandón (1951), nacido en Matagalpa; dueño del don de la ironía, sus creaciones se deslizan con gracia de la poesía a la prosa, como en Aladrarivo (1975) y Juegos prohibidos (1982). Alvaro Urtecho (1951), nacido en Rivas, quien es además crítico literario, muestra el don de enlazar la nostalgia de los recuerdos a una escritura lírica, de inventarios precisos, y evocadora por sus retablos verbales. Es autor de Cantata estupefacta (1986), Cuadernos de la provincia y Esplendor de Caín (1994).
Julio Valle Castillo (1952), nacido en Masaya, se formó en México bajo el magisterio de Ernesto Mejía Sánchez. Es el intelectual polifacético por excelencia: poeta, ensayista, crítico de arte y literatura, antólogo e historiador de nuestra literatura, y, además, novelista, todos sus oficios los ejerce con rigor. Su poesía responde al exteriorismo, pero saber dar un paso adelante para renovarlo, y hacerlo más vital. Desde Materia Jubilosa (1986) su itinerario traza una curva ascendente hasta Con sus pasos cantados, que reúne su poesía de 1968 a 1986.
Reafirmando esta tendencia de renovación permanente, aparecen Anastasio Lovo (1952), nacido en Estelí, autor de Sonatas del poder (1990); Juan Carlos Vílchez (1952), nacido también en Estelí, médico, autor de Viaje y círculo (1992) y Versiones del Fénix (1999); Alejandro Bravo (1953), nacido en Granada, autor de Tambor con luna (1981); Gustavo Adolfo Páez (1954), nacido en Jinotepe, además actor y director de teatro, autor de El límite del tiempo (1997); Manuel Martínez (1955), nacido en Managua, autor de Tiempos, lugares y sueños (1986), y Engranajes del tiempo (1996); Fernando Antonio Silva (1957), nacido en Managua, director de Taller en su última época, y autor del libro de poesía Los ojos cristalinos en el espejo (1982) y El tiempo cosechado (1995) que reúne sus poemas escritos entre 1975 y 1995.
Ernesto Castillo Salaverry (1957-1978), nacido en Managua, murió combatiendo muy joven contra la Guardia Nacional en las calles de León, y en 1981 se publicó su Antología póstuma. Su poesía es como un diario de combate, tejido por el amor y la nostalgia.
Erick Aguirre (1961), nacido en Managua, periodista, narrador y crítico literario, su poesía se convierte en una crónica de la vida contemporánea, y de los encantos y desencantos de la generación de jóvenes que vivió la revolución sandinista. Sus libros son Pasado meridiano (1995), y Conversación con las sombras (1999).
Entre las últimas escritoras, que por la diversidad e intensidad de sus voces se suman a las anteriores, deben ser mencionadas Karla Sánchez (1958), nacida en León, autora de El árbol que crece en el centro de la sala (1996) y A la luz más cierta (1998); Marianela Corriols (1965), nacida en Estelí, autora de Conversaciones elementales (1985); Blanca Castellón (1968), nacida en Managua, autora de Flotaciones (1998); y Carola Brantome (1961), nacida en San Rafael del Sur, autora de Más serio que un semáforo (1995) y Marea convocada (1999), una poesía en la que se aventura a encontrar correspondencias ocultas en las palabras; y Marta Leonor González, nacida en Managua, autora de Huérfana embravecida (1999).
LA NARRATIVA
Otra vez Darío
Si Rubén Darío, padre y maestro mágico, como él mismo diría de Verlaine en su magistral Responso, representó un hito para la poesía, no menos importante fue su marca revolucionaria en la prosa, como cuentista, y como cronista de prensa. Pero en lo que se refiere a Nicaragua, no engendró un fenómeno de desarrollo constante en la narrativa nacional, tal como logró hacerlo la poesía.
Sus Cuentos Completos, editados en México en 1950, y luego en 1986, por Ernesto Mejía Sánchez y Raymundo Lida, muestran una progresión desde el modernismo propiamente dicho, con sus claros acentos afrancesados, pasando por el realismo naturalista, hasta lo propiamente moderno, lo que es ya aventura y experimentación transformadora en la prosa. Y tampoco hay que olvidar sus cuentos en verso, que tanta fama popular la dieron: La Cabeza del Rawí, El negro Alí, La Sonatina, Los motivos del lobo, etc.
Y en sus crónicas periodísticas, muchas de ellas narrativas, palpita el espíritu de la época que le tocó vivir, que fue de avances y descubrimientos, la de fundación de toda una civilización emergente en la vuelta del siglo, cuando se fundó también todo el arte contemporáneo. El telégrafo inalámbrico, el cable submarino, las rotativas, son instrumentos de esa civilización que imprimen a la prosa dariana una nueva velocidad, y un nuevo acento, imbuido de lo moderno, igual que en sus cuentos, y en su poesía, como queda patente en su estupenda Epístola a Juana Lugones, que es una síntesis de novedad, narrativa también, en la expresión literaria.
Darío intentó en 1886, junto con el chileno Eduardo Poirier, una primera novela, Emelina, escrita para un concurso; y luego otras tres que nunca terminó: El hombre de oro (1897), durante sus años argentinos; La isla de oro (19O6) iniciada en Mallorca; y Oro de Mallorca (1913), de la que consiguió unos cuantos capítulos, y que vale más bien por lo que tiene de confesión autobiográfica.
Un oficio casi ausente
El antecedente más lejano de nuestra narrativa es Amor y constancia (1878), una novela muy breve del historiador José Dolores Gámez (1851-1918), nacido en Rivas; cargada de datos históricos, no logra alzar vuelo como obra de imaginación. Gustavo Guzmán (s/d), nacido en Granada, escribió las novelas El Viajero (1887) Margarita Roccamare (1892), En París (1893) y En Italia (1897), composiciones librescas, de ambientes europeos, como era de uso entonces; y Carlos J. Valdés (s/d), nacido en Masaya, publicó la novela de costumbres Lucila (1887).
Al entrar el siglo XX, lo que encontramos es un arrastre anacrónico de temas característicos del siglo anterior: los cuadros de costumbres, como en la novelita La última calaverada (1913) o Cuentos de tío Doña (1913), de Anselmo Fletes Bolaños (1878-1930), nacido en Granada. O las Leyendas Coloniales (1951) de Gustavo Adolfo Prado (1881-1939), nacido en León, escritas al estilo del peruano don Ricardo Palma, publicadas en periódicos a partir de 1918. En 1927 aparece Entre dos filos, novela también costumbrista de Pedro Joaquín Chamorro Zelaya (1880–1952), abogado y periodista nacido en Granada, quien escribió también El último filibustero (1933), una novela histórica sobre William Walker.
El tema de la guerra de Sandino será abordado por Salomón de la Selva en una novela publicada de manera póstuma, La guerra de Sandino o pueblo desnudo (1985), escrita en México en 1935; y siempre dentro de la línea de la novela histórica escribió en 1942 otra novela, La Dionisiada (1975), sobre el tema de la revolución liberal del fines del siglo XIX, y que igualmente fue publicada en Nicaragua después de su muerte. Estas novelas no alcanzan, sin embargo, la calidad de su poesía.
Un caso singular es el de Carlos A. Bravo (1882-1975), nacido en san Miguelito, junto al Gran Lago de Nicaragua. Lejos de todo anacronismo, estableció su propia modernidad en base a la excelencia de su prosa narrativa, la que supo utilizar a fondo para describir el paisaje y sus sensaciones, paisajes a la vez telúricos y humanos. Sus escritos fueron reunidos en Nicaragua, teatro de lo grandioso (1993).
El tema de la intervención norteamericana en Nicaragua será tratado en la novela Sangre en el trópico (1930) del periodista de oficio Hernán Robleto (1882-1968), quien nació en Camoapa y vivió casi toda su vida en México; también escribió, entre otras, las novelas Los estrangulados (1933), de igual acento antiimperialista; e Y se hizo la luz (1966), ya al final de su vida; y los libros de cuentos La mascota de Pancho Villa (1935), y Cuentos de perros (1943); así como el drama Miércoles de Ceniza .
Emilio Quintana (1908-1971), nacido en Managua, pasó del banco de zapatería a la mesa de redacción de los periódicos. Entra en el tema ya entonces en boga de la literatura bananera con Bananos (1942), un libro de cruda experiencia personal, pues el autor, fue, además, peón de las plantaciones de la United Fruit en Costa Rica. Escribió también las novela Agustín Rivera (1951), a la que llamó “esbozo para una novela del futuro”; y los libros de cuentos El cielo no es azul (1957); Diez bellos cuentos (1959), y Viejos y nuevos cuentos (1964).
Las guerras civiles entre liberales y conservadores serán el objeto de Sangre Santa (1940) de Adolfo Calero Orozco (1899-1980), nacido en Managua. Se trata de una novela de acentos costumbristas, como lo son también su segunda novela, Eramos cuatro (1977), y Cuentos Pinoleros (1944), Cuentos Nicaragüenses (1957) y Cuentos de aquí no más (1964). En todos ellos, con lenguaje amable, logra comunicarnos el mundo rural y provinciano.
José Román (1908-1993) también describe en su novela Cosmapa (1944) el universo bananero, pero desde la perspectiva del patrón culto y refinado, que opone su propia civilización a la barbarie de las costumbres de los peones; y es desde esa perspectiva del choque civilización y barbarie, ya en boga también entonces en América Latina, que explora el universo rural, sin poder despojar al lenguaje de sus frenos costumbristas. Suyas son también las novelas Los conquistadores (1966) y Cecilia Barbarosa, escrita entre 1973 y 1975 y publicada en 1997; y Maldito país, una crónica sobre Sandino escrita en 1933, y publicada en 1979.
Nuestros primeros narradores modernos
La eficacia de todo ese enjambre de temas, intervención extranjera, explotación bananera, persecución política, estará dada por Manolo Cuadra, empezando con Contra Sandino en la montaña (1942), el libro que contiene sus cuentos de soldado; un libro que según el justo criterio de Lizandro Chávez Alfaro, funda la narrativa moderna en Nicaragua, pues abandona ya los trillados caminos costumbristas. Sus otros dos libros, Itinerario de Little Corn Island (1937) y Almidón (1945) son fruto de su experiencia política, en los que el relato autobiográfico no puede separarse de la ficción. Estas, y otras piezas de su prosa, fueron reunidas en Solo en la compañía (1992) con prólogo de Chávez Alfaro.
Mariano Fiallos Gil (1907-1964), nacido y muerto en León, consigue en su único libro de cuentos Horizonte Quebrado (1959) el mejor momento de la narrativa vernácula, por la excelencia del lenguaje, al que acierta a librar de los pesos muertos del regionalismo. Estos cuentos, escritos en su mayoría en los años cuarenta, vienen a emparejarse con la obra en prosa de los escritores del Movimiento de Vanguardia, en cuanto a la modernidad.
José Coronel Urtecho fue novedoso tanto en la poesía como en la prosa. Su narrativa incluye el admirable Rápido Tránsito (al ritmo de Norteamérica) (1953), una crónica que es en sí misma una escuela de narración, en la que junta sus experiencias en los Estados Unidos, en los años que él llama “mis gay twenties”, con reflexiones sobre la historia de Nicaragua y el río San Juan; dos noveletas, ambas escritas en 1938: Narciso, y La muerte del hombre símbolo; un esbozo de novela, Fragmentos relacionados, que junto con sus cuentos fueron recogidos por primera vez en un solo volumen, (EDUCA, 1971). Su Prosa Reunida, una edición ya más completa, apareció en 1985, publicada por la ENN.
Pablo Antonio Cuadra es autor también de narraciones, entre las que destaca el cuento Agosto, de sustancia telúrica. Y uno de los libros suyos más celebrado es El Nicaragüense (1967), en el que explora, de una manera lúcida e imaginativa, el carácter nacional. También escribió en teatro Por los caminos van los campesinos (1957).
Joaquín Pasos fue también, prosista y narrador de primera línea, como puede verse en Prosas de un joven (1995, prólogo y recopilación de Julio Valle Castillo). Ese libro reúne las proclamas del grupo de Vanguardia escritas por él; sus ensayos, sus ficciones (su cuento El Ángel Pobre es uno de las clásicos de la narrativa nicaragüense), sus escritos periodísticos, y algunas de sus cartas. Fue también un estupendo humorista, y sus ataques a la dictadura de Somoza en La Semana Cómica y Los Lunes de la Nueva Prensa lo llevaron no pocas veces a la cárcel.
Pero también los poetas de la siguiente generación, entrarán en el terreno de la narrativa. Ernesto Mejía Sánchez sintió siempre una vocación de narrador, y sus prosemas vienen a ser un puente entre ambas vertientes. Coronel Urtecho lo creyó el narrador de su generación, pero la verdad en que este género, su obra fue breve; comenzó a ordenarla en 1973, y sólo se publicó en México en 1998 bajo el título de Puro cuento, textos donde campea su acerada ironía verbal, y su ingenio. Y Ernesto Cardenal, que siempre está narrando en su poesía, ha escrito un único cuento El sueco, infaltable en cualquier antología.
Fernando Silva retoma en la década de los cincuenta el mundo rural campesino, y acierta a proyectarlo con una imaginativa recreación del habla popular nicaragüense. La temática de sus mejores cuentos está centrada en sus vivencias de niño en el puertecito de El Castillo junto al río San Juan, donde su padre era comandante. El personaje que cuenta es siempre ese niño, que evoca en un lenguaje plenamente nicaragüense el mundo de su infancia. Ha publicado Cuentos de tierra y agua (1965); Otros cuatro cuentos (1969); Ahora son cinco cuentos (1972); Puerto y Cuentos (1987); y El Caballo y otros cuentos (1996). Una antología personal, Cuentos, fue publicada en 1985 por la ENN. Es también autor de las novelas El Comandante (1969) y El Vecindario (1976).
Aunque de aparición tardía, Juan Aburto, (1918-1988), nacido en Managua, abre por primera vez la perspectiva de la narrativa urbana en el país, organizando su universo alrededor de la capital provinciana que todavía no llega a ser ciudad. Su íntima amistad con Joaquín Pasos y Manolo Cuadra le introdujo en el mundo de la bohemia, pero también en el de la literatura. No fue sino después de la muerte de sus camaradas que comenzó a publicar sus cuentos: Narraciones (1969; reeditada en 1983 por la ENN); El Convivio (1975); Se alquilan cuartos (1975); Los desaparecidos (1981); y Prosa Narrativa (1985).
Fernando Centeno Zapata (1922), nacido en León, abogado y periodista, sus narraciones son de acento social. Campesinos sin tierra, cortadores de algodón, habitantes de barriadas, vienen a ser los personajes de su mundo patético y descarnado. Ha publicado dos libros de cuentos: La tierra no tiene dueño (196O); y La cerca (1963). En 1996 apareció una antología personal suya, 1O cuentos.
También de aparición tardía como narrador es Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, (1924-1978), nacido en Managua. Convirtió al diario La Prensa en un bastión de la lucha contra la dictadura somocista, y su carrera de periodista combativo lo llevó muchas veces a la cárcel, y por fin a la muerte. Su libro Estirpe sangrienta (1957), además de ser un testimonio ejemplar, tiene una intensa calidad narrativa; y sus cuentos, escritos en los largos períodos de censura impuestos a La Prensa, están llenos de gracia, humor y agudeza: están reunidos en Jesús Marchena (1975), Richter 7 (1976) y El enigma de las alemanas (1977).
Otro puntal hacia la modernidad de nuestra narrativa es Mario Cajina-Vega, de quien se ha hablado antes como poeta. Sus cuentos están recogidos en Familia de cuentos (1969). Es un libro dividido en tres estancias que aprisionan, histórica y espacialmente, la realidad nicaragüense: el campo (Los caminos y los indios); la provincia (Las viejas paredes del pueblo); y la capital (Cinema XX), un reflejo y juego de imágenes narrativas. Otros libros suyos de prosa narrativa son Lugares (1964) y El Hijo (1976).
Narradores de oficio
Nuestro primer narrador de oficio es Lizandro Chávez Alfaro (1929), nacido en Bluefields (1929). En 1963 ganó el Premio Casa de Las Américas en La Habana, por su libro de cuentos Los Monos de San Telmo, y en 1969 fue finalista del Premio Seix Barral en Barcelona, con Trágame Tierra (1969), la primera novela que puede ser considerada como tal en la historia de nuestra literatura. Sus narraciones abren un período nuevo en el país, y con él el cuento y la novela se desprenden de todo amarre vernáculo o criollo, para entrar en la plenitud contemporánea.
Además, ofrece, como ningún otro escritor nicaragüense, una visión arraigada en la costa del caribe y entra, como en Trágame tierra, a desentrañar las claves de la historia nacional. Ha publicado también las novelas Balsa de Serpientes (1976) y Columpio al aire (1999); y los libros de cuentos Trece veces nunca (1977); Vino de carne y Hierro (1993), y Hechos y prodigios (1998).
Los cuentos de Fernando Gordillo aparecieron publicados en Obra bajo el aparte de Son otros los que miran las estrellas, título que él quiso dar a su libro de narraciones, en preparación al momento de su muerte. Los cuentos de Gordillo, teñidos de ironía. se abren a un espacio crítico de la realidad social y política de Nicaragua bajo la dictadura de Somoza, sin dejar de fuera la mediocridad cultural.
Sergio Ramírez figura entre los escritores latinoamericanos de la generación posterior al boom, y según el juicio de la crítica ha sabido hacer una lectura imaginativa de nuestra historia, en términos de la postmodernidad narrativa. Sus libros más destacados son: De tropeles y tropelías (fábulas, 1971) Charles Atlas también muere (cuentos, 1976); ¿Te dio miedo la sangre? (novela, 1978), finalista del Premio Rómulo Gallegos; Castigo Divino (novela, 1988) que recibió el Premio Internacional Dashie Hammett; Clave de Sol (cuentos, 1993); Un baile de máscaras (novela, 1995), que recibió en 1998 el Premio Laure Bataglione al mejor libro extranjero publicado en Francia. Su novela Margarita, está linda la mar ganó el Premio Internacional de Novela ALFAGUARA 1998, y en el 2000 el Premio Latinoamericano de Novela “José María Arguedas”, otorgado en Cuba. Sus Cuentos Completos aparecieron en 1998 (Alfaguara) con un prólogo de Mario Benedetti, y en 1999 publicó su libro de memorias sobre la revolución sandinista, Adiós Muchachos.
Edwin Yllescas ha escrito tres libros de prosa narrativa: El galeón de Jamaica o la Vela de los sueños (1994); Bares de la Memoria (1995), y La teoría del ángel (1999). En todos ellos sobresale una búsqueda sin cuartel de nuevas formas de expresión, en lo que podríamos llamar una inteligencia del lenguaje, pleno de sutilidades. Por su parte, Iván Uriarte construye el universo personal de sus narraciones, contenidas en La primera vez que el señor llegó al pueblo (1996), alrededor de la ciudad de Jinotega, la que explora desde sus recuerdos de infancia.
Entre los poetas que se manifiestan como narradores en la década de los ochenta debe mencionarse a Alejandro Bravo, autor de dos libros de cuentos, El mambo es universal (1982), y Reina de corazones (1993); y a Manuel Martínez, autor de Juegos de azar y otros relatos (1989), también un libro de cuentos. Y como narrador propiamente, a Carlos Alemán Ocampo (1941), nacido en Diriá, y conocedor de la región del Caribe. Ha escrito las novelas En esos días (1972), Boarding House San Antonio, (1985), y Vida y amores de Alonso Palomino (1995), concebida dentro de la vena de la picaresca. Tiene, además, el libro de cuentos Tiempo de llegada (1973).
Otra vez, las mujeres
También en el campo narrativo han surgido con vigor las voces de las mujeres. Claribel Alegría, narradora también, escribió (con su marido Darwin J. Flakoll) la novela Cenizas del Izalco (1966); y el relato Pueblo de Dios y Mandinga (1985), mostrando en ambos un excelente dominio de la prosa.
Rosario Aguilar (1938), nacida en León, hizo un planteamiento novedoso, de gran hondura sicológica en el tratamiento de sus personajes al aparecer su primera novela corta Primavera Sonámbula (1964). En los años siguientes ha publicado Quince barrotes de izquierda a derecha, Rosa Sarmiento, Aquel mar sin fondo ni playa, y El guerrillero, reunidos en un solo libro en 1976; 7 relatos sobre el amor y la guerra (1986); La niña blanca y los pájaros sin pies (1992), y Soledad, tú eres el enlace (1995), un relato biográfico sobre la familia de ascendencia vasca de su madre.
Irma Prego (1933), nacida en Granada, ha publicado dos libros de cuentos, dotados de gracia: Mensajes del más allá ( 1989); y Agonice con elegancia (1996). Mercedes Gordillo (1938), nacida en Managua, ha publicado dos libros de cuentos de temas relacionados con la vieja Managua, y escritos con humor e ironía: El cometa del fin del mundo (1994), con el que ganó el Premio Nacional Rubén Darío; y Luna que se quiebra (1995).
Gloria Guardia (1940), aunque nacida en Panamá, los temas de sus novelas tienen que ver siempre con Nicaragua, la tierra de su madre: la primera de ellas, El último juego (1976), recrea los hechos del secuestro político ejecutado en Managua en 1974 por un comando del FSLN; y en la última, Libertad en llamas (1999), su tema es la guerra de Sandino. Isolda Rodríguez (Estelí, 1944), muy relevante en el campo de la crítica literaria, ha publicado dos libros de cuentos, La casa de los pájaros (1995), y Daguerrotipos y otros retratos de mujeres (1999), ambos de ánimo feminista. Y también está Milagros Palma (León, 1949), destacada antropóloga cultural que ha desentrañado el imaginario mestizo y el simbolismo de la relación entre los sexos; sus novelas Bodas de cenizas (1992), Desencanto al amanecer (1995), El Pacto (1996), y El Obispo (1998), exploran casi todas la realidad de los años contradictorios de la revolución, bajo una luz intensamente imaginativa.
Gioconda Belli, ya reconocida como poeta, se reveló también como novelista de mucho éxito con la publicación de La mujer habitada (1988), donde enlaza el mito indígena con la realidad política en planos paralelos, acudiendo al mismo tema del secuestro de 1974 utilizado por Gloria Guardia. Después publicó Sofía de los presagios (1990), donde retorna al mito, y Waslala: memorial del futuro (1996), que ofrece el descarnado panorama de una Nicaragua del siglo XXI, ya disuelta en su identidad, pero en la que de todos modos podemos reconocernos. (1996).
Otras escritoras a destacar son Mónica Zalaquett (1954), nacida en Chile, autora de la primera novela que abordó el tema de la guerra de los contras, Tu fantasma, Julián (1992); Gloria Elena Espinoza (1944), nacida en Jinotepe) autora de la novela La casa los Mondragón (1998), una zaga familiar que tiene por escenario la ciudad de León; y María Lourdes Pallais (1953, nacida en Lima, Perú), autora de una sola novela, La Carta (1987), las confesiones de una mujer sobre sus luchas y amores, escritas desde la cárcel.
La historia como motivo
Una tendencia visible en la narrativa nicaragüense al final del siglo XX ha sido la exploración de los hechos históricos como una manera de recuperar la memoria del pasado en la ficción. En esta línea debemos colocar a Chuno Blandón (1939), nacido en San Rafael del Norte, con su novela Cuartel General (1988), cuyos hechos ocurren en su pueblo natal en los años de Sandino; a Ricardo Pasos Marciaq (1939), nacido en Managua, autor de las novelas El burdel de las Pedrarias (1995), que va a los años de la conquista; Rafaela, una danza en la colina y nada más (1998), que evoca a la heroína Rafaela Herrera en tiempos de la colonia; y María Manuela, piel de luna (1999), que tiene por escenario la costa de la Mosquitia; también ha publicado un libro de cuentos, igualmente de ambientación histórica, Las semillas de la luna (1995).
El poeta Julio Valle Castillo publicó en 1996 la novela Requiem en Castilla de Oro, sobre la figura del primer Gobernador de Nicaragua Pedrarias Dávila, el mismo personaje presente en la novela de Pasos, pero que Valle, entre la elegía y la ironía, utiliza para trazar una constante a través de toda la historia de Nicaragua. Enrique Alvarado (1935), nacido en Nandaime, acude en Doña Damiana (1998) a otro personaje fascinante de nuestra historia: Damiana Palacios, “La vengadora”, en tiempos de la guerra de Cerda y Argüello a comienzos del siglo XIX, y logra una novela de sostenida calidad literaria.
En otro filón de la historia, durante la década revolucionaria adquirió auge el género del testimonio. Los ejemplos más importantes fueron La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1986), del comandante guerrillero Omar Cabezas; y La marca del Zorro (1990), memorias del también comandante guerrillero Francisco Rivera (El Zorro), héroe de la liberación de Estelí, quien contó su historia al escritor Sergio Ramírez.
Así mismo, la revolución sandinista dejó una marca que empieza a hacerse visible en la narrativa. Tal es el caso de Orlando Núñez (1948), nacido en Managua, con Sábado de Gloria (1990), sobre los años de la insurrección contra la dictadura; una segunda novela suya es El vuelo de las abejas (1992). Erick Blandón, también poeta, presenta en la novela Vuelo de cuervos (1997) una visión crítica, e irónica, sobre la revolución vista desde sus mecanismos de poder; un tema que ya había ensayado con éxito en algunos de sus cuentos de Misterios gozosos (1994).
Entre los narradores que cierran el siglo XX, buscando una expresión más ligada a los temas urbanos, y a la desolación de la época post revolucionaria, están Erick Aguirre, ya mencionado como poeta, quien en su novela Un sol sobre Managua (1998) ofrece una aguda crónica de su propia generación, que entra en las aguas del desencanto.
Por otro lado, están los cuentistas Nicasio Urbina (1958), nacido en Buenos Aires, autor de El libro de las palabras enajenadas (1991), y El ojo del cielo perdido (1999), de excelente factura; Edwin Sánchez (1959), nacido en Jinotepe, autor de Sueño en relieve (1998); Douglas Carcache (1960), nacido en Granada, autor de Jueves de verano (1991), y El Designio (1994); Pedro Alfonso Morales (1960), nacido en León, autor de León es hoy a mí (1999). Y Leonel Delgado (1965), nacido en Jinotepe, que va en busca de un lenguaje novedoso en Road Movie (1996).
La escasa actividad editorial del país, que sumada a la ausencia de librerías y a la pobreza de las bibliotecas ha caracterizado la desolación del panorama literario en cuanto a la difusión de los autores, sufrió un cambio notable durante la década de la revolución, cuando aparecieron varias casas editoras respaldadas por el estado, la más importante de ellas la Editorial Nueva Nicaragua (ENN). Esta institución consiguió lo largo de su existencia la publicación de más de trescientos títulos, entre ellos las obras más notables de los escritores nicaragüenses de las viejas y nuevas generaciones.
Por otra parte, la Cruzada Nacional de Alfabetización emprendida en 1980, vino a abrir una oportunidad nunca antes contemplada en cuanto a la ampliación del mercado de lectores; pero esta posibilidad se frustró ante la imposibilidad de convertir a los recién alfabetizados en lectores sistemáticos, y el repunte posterior de los índices de analfabetismo ha venido a confirmar esta frustración.
EL TEATRO
Escenario casi desierto
Como puede verse, la gran aventura cultural de nuestra historia ha sido la literatura, que ha dado sus más espléndidos frutos en la poesía, otros relevantes en la narrativa, y casi ninguno, por desgracia, en el teatro, como se ha señalado antes.
Frustrada la tradición que debió haber abierto El Güegüense, a la par de otras formas de teatro callejero y religioso, el escenario se queda prácticamente desolado en el siglo XIX, y sólo algunas obras teatrales, muy esporádicas, pueden mostrarse en el siglo XX. Entre ellas cabe mencionar el drama histórico en tres actos Los Contreras, de Félix Medina, sobre la figura de los herederos de Pedrarias Dávila; La chinfonía burguesa (1931), ya citada, escrita por José Coronel Urtecho y Joaquín Pasos en el despunte del movimiento de Vanguardia; Por los caminos van los campesinos (1937), de Pablo Antonio Cuadra, donde el tema son las guerras civiles en las que se ha utilizado como carne de cañón a los campesinos; La Novia de Tola (1939), de Alberto Ordóñez Argüello, y La cruz de Ceniza (1946), de Hernán Robleto.
Enrique Fernández Morales escribió tres piezas de teatro histórico: El milagro de Granada (1956), sobre la aparición de la imagen de la Virgen de Concepción en las aguas del Gran Lago; La niña del río (1960), sobre la heroína Rafaela Herrera, quien defendió el castillo de la Concepción en el río San Juan, del asedio de los ingleses; y El vengador de la Concha, sobre la guerra contra los filibusteros a mediados del siglo XIX. También escribió el monólogo Judas (1970).
El único dramaturgo que presenta una obra sostenida es Rolando Steiner (1936-1987), nacido y muerto en Managua; autor, entre otras, de las piezas Judith (1957), Antígona en el infierno (1958), y La pasión de Helena (1963); con temas, las dos últimas, del teatro clásico griego. Luego escribió su Trilogía del matrimonio, compuesta por Un drama corriente (1963), La Puerta (monólogo, 1966), y La mujer deshabitada (1970); a las que habría que agregar, por su temática, El tercer día (1965). Estas piezas contienen una aguda crítica de los modos de vida burgueses, sobre todo el matrimonio. Más tarde, La agonía del poeta (1977), sobre los últimos días de Rubén Darío, y La noche de Wiwilí (1982), sobre la masacre de campesinos que siguió al asesinato de Sandino. Otro dramaturgo es Alberto Icaza (1943), nacido en León, autor de la pieza Asesinato frustrado (1970). También aparece en este panorama Miguel de Jesús Blandón, con su pieza satírica El nacatamal de oro (1982), celebrada en numerosas representaciones.
La ausencia de una dramaturgia nacional tiene que ver, por supuesto, con la falta de la actividad teatral, que nunca ha dejado ser, salvo en contados casos, más que el fruto del entusiasmo de aficionados. Durante los años de la revolución esta actividad se multiplicó con sentido popular, y se formaron grupos teatrales campesinos, de barrio, en las fábricas, y aún en los cuarteles de policía y del ejército; pero no se dio un salto hacia la escritura dramática generalizada como hecho artístico, ni hacia el profesionalismo en la actuación.
Managua 2002
Sergio Ramírez